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Universidad de Murcia
Tragedias - Hipólito

 

El coro

Estrofa I

En verdad que, cuando la previsión de los Dioses se im­pone á mi pensamiento, me quita inquietudes; pero apenas creo haberla comprendido, renuncio á ello al ver las miserias y las acciones de los mortales. Van, en efecto, de vicisitudes en vicisitudes, y la existencia de los hombres [1110] siempre está sometida á innumerables mudanzas.

 

Antistrofa I

¡Plegue á la divina Moira concederme una fortuna y una vida dichosas, y un corazón libre de penas! ¡Que no sea mi fama ni ilustre ni despreciable, y variando de un día á otro mis costumbres fáciles, que lleve una venturosa vida com­partida!

 

Estrofa II

[1120] Pero no tengo tranquilo el espíritu desde que, contra lo que esperaba, veo al astro resplandeciente de Atana desterrado á otro país por la cólera de su padre. ¡Oh arena de la costa de la patria! ¡Oh jarales de las montañas, donde, con ayuda de los perros rápidos, mataba álos animales salvajes el compañero [1130] de la casta Dictina!

 

Antistrofa II

¡Ya no subirás á un carro tirado por yeguas vénetas, lan­zando por la playa de Limna tus caballos ejercitados en correr con pie seguro! En la morada paterna callará tu cítara, cuyas cuerdas vibraban siempre sobre el puentecillo. Los altares de la hija de Latona quedarán [1140] sin coronas en la espesa selva, y con tu destierro cesará el apremio nupcial con que te asedia­ban las jóvenes.

 

Epodo

Y en vista de tu desventura, derramaré lágrimas por tu destino doloroso. ¡Oh madre desdichada, en vano has parido! ¡Ay! estoy furiosa contra los Dioses. ¡Ay, ay! ¡oh Carites nup­ciales! ¿por qué alejáis de la tierra de la patria y de estas moradas á ese desventurado [1150] que de ninguna falta es culpable?Pero veo que un servidor de Hipólito, lleno de tristeza, corre hacia la morada con veloces pies.

 

El mensajero

¿En dónde encontraré ¡oh mujeres! á Teseo, señor de este: tierra? Decídmelo, si lo sabéis. ¿Está en esta morada?

 

El coro

Hele á él mismo, que sale de las moradas.

 

El mensajero

Teseo, te traigo una noticia preñada de aflicción para ti y para los ciudadanos que habitan la ciudad de los atenienses y la tierra de Trecenia.

 

Teseo

[1160] ¿De qué se trata? ¿Qué reciente calamidad ha caído sobre las dos ciudades vecinas?

 

El mensajero

Ya no existe Hipólito, pues sólo verá la luz por muy poco tiempo.

 

Teseo

¿Quién le ha matado? ¿Algún enemigo á cuya mujer ha vio­lado como á la de su padre?

 

El mensajero

Ha perecido por culpa de su propio carro y de las impreca­ciones que tu boca ha proferido contra tu hijo, entregándoselo á tu padre, el Dueño del mar.

 

Teseo

¡Oh Dioses! ¡Oh Poseidón, verdaderamente eres mi padre,[1170] pues has atendido mis imprecaciones! Di de qué manera ha perecido, cómo ha herido la justicia con su maza al que me ha cubierto de oprobio.

 

El mensajero

Junto á la costa lavada por las olas, peinábamos las crines de los caballos con almohazas, y llorábamos porque había ve­nido un mensajero diciendo que Hipólito no volvería á poner los pies en esta tierra, castigado por ti con un destierro lamen­table. Y á la costa vino él mismo trayendo también tan triste noticia, [1180] y le seguía una muchedumbre de amigos. Por fin, sin gemir ya, dijo: «¿Por qué lamentar esto? Tengo que obedecer á las palabras de mi padre. Servidores, uncid, los caballos al yugo del carro. ¡Porque ya no existe para mí esta ciudad!» Y nos dimos prisa todos; y más rápidos que la palabra, presenta­mos al amo los caballos uncidos. Y tomó él con sus manos las riendas en el extremo anterior, y metió sus pies en los hermo­sos borceguíes del carro. [1190] Luego suplicó á los Dioses, con las manos extendidas: «¡Zeus, no viva yo si soy un hombre per­verso; pero que sepa mi padre cuánto me ha injuriado, mu­riendo yo ó viendo todavía la luz!» Y entonces empuñó el látigo y excitó con él á los caballos. Y los servidores seguimos al amo, al lado del carro y los frenos, por el camino directo de Argos. Pero, después de entrar en un desierto que hay fuera de esta tierra, [1200] llegamos á la orilla del mar de Sarónico. Un ruido cual el rayo subterráneo de Zeus estalló allí con una trepidación terrible que asustarla á quien lo oyera, y los ca­ballos irguieron la cabeza y las orejas, y apoderóse de nosotros un temor grande por no saber de dónde procedía aquel ruido. Pero, al mirar á la costa en que rugía el mar, vimos una ola inmensa que llegaba al Urano y ocultaba á los ojos la playa de Scirón. Y cubrió el istmo y la roca de Asclepio. [1210] Inflándose luego y haciendo borbotear con estrépito una espuma inmensa impulsada por el viento, se estrelló en la orilla donde estaba el carro de cuatro caballos. Y de aquella ola enorme y de aquella tempestad surgió un toro, un monstruo salvaje, cuyo mugido llenaba la tierra y resonaba horriblemente. Y aquel espectáculo era más espantoso de lo que los ojos podían soportar. Brusca­mente invadió á los caballos un terror violento; [1220] y el amo, tan hábil en el arte de guiar, tomó las riendas, echándolas atrás, como hace el marinero con el remo, y se ciñó al cuerpo las correas. Pero los caballos arrancaron furiosos, tascando con su boca los frenos endurecidos al fuego, sin hacer caso ya de la mano del amo, ni de las riendas, ni del carro sólido. Y cuantas veces guiaba el carro hacia un camino llano, aparecía el toro ante los caballos para hacerlos retroceder, y les infundía un espanto loco. [1230] Y cuando ya iban, furiosos, por las rocas, el monstruo se acercó en silencio y los siguió hasta el momento en que volcó el carro, rompiendo contra una roca las ruedas. Todo quedó revuelto; saltaron los radios de las ruedas y las clavijas de los ejes. Y el desgraciado, cohibido por las riendas y sujeto por lazos enredosos, estrellándose la cabeza contra las rocas y desgarrándose el cuerpo, gritaba, con voz lamentable al oído: [1240] «¡Deteneos, caballos que alimenté en mis cuadras, no me matéis! ¡Oh terrible imprecación de mi padre! ¿Quién ven­drá á salvar á un hombre inocente?» Y muchos de entre nos­otros lo deseaban; pero estábamos muy atrás. Por fin, libre de las riendas que le oprimían, cae, sin más que un último soplo de vida. Y los caballos y el prodigio del toro desaparecieron, no sé por dónde, tras de la tierra montuosa. Por lo que á mí respecta, ¡oh rey! esclavo soy de tus moradas; [1250] pero no podré jamás creer que tu hijo fuese un malvado. Aun cuando toda la raza de las mujeres se ahorcase, aun cuando se cubriera de acusaciones toda la selva del Ida convertida en tabletas, se­guiría convencido de que él es inocente.

 

El coro

¡Ay, ay! ¡Ya se han consumado nuevos males! ¡No hay re­fugio contra la Moira y la necesidad!

 

Teseo

Si me dejara llevar del odio que tengo al hombre que ha sufrido eso, me regocijaría, en verdad, con tus palabras; pero, por respeto á los Dioses y por él, que ha nacido de mi, [1260] ni me regocija ni me aflige esa desgracia.

 

El mensajero

¿Qué haremos, pues? ¿Traeremos aquí al desventurado? ¿Qué tenemos que hacer para complacer á tu alma? Reflexiona. Si siguieras mi consejo, no serias cruel para tu desdichado hijo.

 

Teseo

¡Traedle, á fin de ver con mis ojos al que negó haber man­cillado mi lecho, y á quien confundo con mis palabras y con este castigo divino!

 

El coro

¡Juegas con el alma inflexible de los Dioses y con la de los mortales, Cipris! [1270] Contigo vuela el niño de hermosas plumas y alas rápidas. Vuela por encima de la tierra y del mar salado que ruge sordamente. Eros encanta á aquel cuyo corazón fu­rioso invade, alado como es y brillante de oro; encanta á la naturaleza de los animales que habitan en las montañas y de los que están en el mar ó nutre la tierra, y de los que Helios ilumina con su esplendor, y de los hombres. [1280] ¡Eres, oh Cipria, la única que entre todos posee el poderío real!

 

Artemisa

¡Hijo Eupatrida de Egeo! te recomiendo que me escuches. Te estoy hablando yo, Artemisa, hija de Latona. ¡Oh Teseo desdichado! ¿Por qué te alegras de estos males, habiendo ma­tado injustamente á tu hijo con pruebas inseguras, persuadido por las mentirosas palabras de tu mujer? Te hiere una cala­midad manifiesta. [1290]¿Cómo no ocultas tu cuerpo en los tártaros de la tierra, enrojeciendo de vergüenza, ó no huyes por la al­tura, alejándote de este desastre á fuerza de alas? En verdad que ya no puedes continuar tu vida entre los hombres de bien. Escucha, Teseo, el encadenamiento de tus desventuras. Ya que no puedo hacer que te aproveche, te haré que lo sientas, por lo menos. He venido aquí con el fin de poner de relieve el alma piadosa de tu hijo y su muerte gloriosa, [1300] y el furor de tu mujer y también su generosidad. En efecto, ella ha amado á tu hijo, mordida por el aguijón de la Diosa que, entre todas, es más odiosa para mí, como para cuantos aman la virginidad. Esforzándose en vencer á Cipris con la razón, ha caído, á pesar suyo, por culpa de los ardides de su nodriza, que ha revelado su mal á tu hijo tras de hacerle jurar que se callaría. Y éste, como era justo, no cedió á sus palabras; y aunque maltratado por ti, no ha violado su juramento, porque es piadoso. [1310] Pero ella, temerosa de ser traicionada, ha escrito esas falsas reve­laciones y ha perdido á tu hijo con su astucia; y sin embargo, te ha convencido.

 

Teseo

¡Ay de mí!

 

Artemisa

¡Te desgarra eso, Teseo! pues tranquilízate, que cuando hayas oído lo que sigue gemirás más aún. ¿No tenías que hacer tres imprecaciones para que las cumpliese tu padre? ¡Oh cruelí­simo, has fulminado una contra tu hijo, cuando pudiste lanzár­sela á un enemigo! Tu padre marino te la ha concedido, como era natural, cumpliendo su promesa. [1320] Pero nos has ultrajado á él y á mí; no has esperado la prueba ni la voz de los adivi­nadores; no has examinado nada, no has dejado al tiempo ha­cer pesquisas, y más de prisa de lo que convenía, has lanzada imprecaciones contra tu hijo, ¡y le has matado!

 

Teseo

¡Muera yo, señora!

 

Artemisa

Has cometido ana acción horrible; pero aún te está permi­tido obtener perdón por ella, pues ha querido Cipris que las cosas ocurriesen de esta manera para saciar así su cólera. La ley entre los Dioses ordena que ninguno pueda oponerse á la voluntad de otro, [1330] y cedemos siempre unos á otros. Y has de saber que, si no fuese por temor á Zeus, nunca, en verdad, habría yo llegado hasta el deshonor de dejar morir á quien me era el más caro entre todos los mortales. Pero tu falta está mitigada por tu ignorancia, y tu difunta mujer se ha llevado las pruebas morales que hubiesen convencido á tu espíritu. Y ahora acaban de agobiarte estos males; pero también yo estoy dolorida. Porque losDioses [1340] no se alegran de la muerte de los justos. A quienes hacemos parecer es á los malos, á sus hijos y á su raza.

 

El coro

¡He aquí que viene el desventurado! Ensangrentadas están sus tiernas carnes y su cabeza rubia. ¡Oh lamentable familia! ¡Qué doble duelo, enviado por los Dioses, ha caído sobre estas moradas!

 

Hipólito

¡Ay, ay, desdichado de mí, que me desgarra la sentencia de un padre injusto! [1350] ¡Ay de mí, que me muero! Arrollan mi ca­beza los dolores, la convulsión salta en mi cerebro. Dejad que mi cuerpo herido repose por un instante. ¡Ah! ¡ay! ¡oh arreos odiosos de los caballos que alimentó mi mano, me habéis per­dido, me habéis matado! ¡Ay, ay! servidores, tocad dulcemente con vuestras manos mi cuerpo desgarrado. [1360] ¿Quién está ahí, ámi derecha? ¡Levantadme con cuidado, llevad sin sacudidas á este desdichado herido por la injusta execración de su padre! ¡Zeus, Zeus! ¿ves esto? ¡Yo, que soy casto y respeto á los Dio­ses; yo, que por mi pureza preponderaba sobre todos, pierdo la vida y voy al Hades, debajo de la tierra! En vano cumplí con los hombres todos los deberes de la virtud. [1370] ¡Ah! ¡ay! he aquí que me invade el dolor. ¡Dejadme, dejad á este infeliz, y que la muerte me cure! ¡Matadme, matad á este infeliz! ¡Quiero una espada de dos filos para herirme y adormecer mi vida! ¡Oh lamentable imprecación de mi padre! Sobre mí pesan todos los actos criminosos y sangrientos [1380] de mis antiguos abuelos. ¿Y por qué, si no soy culpable de nada? ¡Ay! ¿Qué voy á decir? ¿Cómo rescataré mi vida de este acerbo dolor? ¡Ojalá aduerma mi miseria la negra y nocturna necesidad del Hades!

 

Artemisa

¡Oh desgraciado, á qué calamidad te ves encadenado! [1390] Te ha perdido la grandeza de tu alma.

 

Hipólito

¡Ay! ¡oh divino hálito perfumado! Aunque abrumado de males, te he percibido, y mi cuerpo se alivia. ¡La Diosa Arte­misa está aquí!

 

Artemisa

¡Oh desventurado! aquí tienes á la Diosa á quien más amas.

 

Hipólito

¡Mira cuán desdichado soy, señora!

 

Artemisa

Ya lo veo; pero de mis ojos no pueden correr lágrimas.

 

Hipólito

¡Ya no existe tu cazador, tu servidor!

 

Artemisa

Claro que no. Pereces, aunque eres tan querido para mí.

 

Hipólito

¡El que guiaba tus caballos, el guardián de tus imágenes!

 

Artemisa

[1400] La astuta Cipris es quien ha urdido esto.

 

Hipólito

¡Ay! ¡Reconozco á la Diosa que me ha perdido!

 

Artemisa

No la honrabas, y estaba irritada porque eras casto.

 

Hipólito

Ya lo comprendo; á los tres nos ha perdido ella sola.

 

Artemisa

A tu padre, á ti y á la mujer de tu padre.

 

Hipólito

¿Debo, pues, llorar también la desventura de mi padre?

 

Artemisa

Le han engañado las asechanzas de un Demonio.

 

Hipólito

¡Oh! ¡qué desdichado eres, padre, á causa de esta calamidad!

 

Teseo

¡Muero, hijo! Ya no me deleita vivir.

 

Hipólito

Por ti y por tu error gimo, más que por mí.

 

Teseo

[1410] ¡Pluguiera á los Dioses, hijo, que hubiese muerto yo en lugar tuyo!

 

Hipólito ¡Oh dones amargos de tu padre Poseidón!

 

Teseo

¡Quisiera que la petición no hubiese rozado mi boca!

 

Hipólito

¡Bah! Me habrías matado, de tan irritado como estabas contra mí.

 

Teseo

Los Dioses me habrían quitado la razón.

 

Hipólito

¡Ay! ¿Por qué no podrá la raza de los mortales herir á los Dioses con sus imprecaciones?

 

Artemisa

¡Calla! Porque, incluso en la sombra subterránea, puede penetrarte la cólera de la Diosa Cipris, á causa de tu piedad y tu razón. [1420] Yo, con mi mano y mis dardos inevitables, te vengaré en aquel de los mortales que le es más querido. En vista de tus males, ¡oh desdichado! te otorgaré grandes hono­res en la ciudad de Trecenia. Antes de su boda, las jóvenesvírgenes cortarán para ti sus cabellos, y durante una larga serie de años te honrarán con sus lamentaciones y sus lágri­mas. Te celebrarán siempre los cantos de las vírgenes, [1430] y jamás cesará ni se olvidará el amor de Fedra por ti. Y tú, ¡oh hijo del anciano Egeo! coge en brazos á tu hijo y estréchale contra tu pecho, ya que le has perdido á pesar tuyo; pero cuando los Dioses quieren, es natural que yerren los hombrea, Y á ti, Hi­pólito, te exhorto á que no persigas á tu padre con tu odio, pues ya sabes por qué destino mueres. ¡Salve! No me está permitida mirar á los muertos ni manchar mis ojos con el estertor de un moribundo; y me parece que te aproximas ya á ese momento.

 

Hipólito

[1440] ¡Yo también te saludo, virgen venturosa! Con alma resigna­da renuncio á nuestra larga familiaridad. Aplaco toda cóleracontra mi padre, según me pides, porque siempre he obedecido á tus palabras. ¡Ay, ay! ¡ya cubre mis ojos la sombra! ¡Cógeme, padre, y alza mi cuerpo!

 

Teseo

¡Ay, hijo! ¿cómo me haces tan desgraciado?

 

Hipólito

¡Me muero; ya veo las puertas subterráneas!

 

Teseo

¿Te irás allá, dejándome mancillada el alma?

 

Hipólito

No, en verdad, porque te absuelvo de este asesinato.

 

Teseo

[1450] ¿Qué dices? ¿Me redimes de esa sangre?

 

Hipólito

Lo atestiguo con Artemisa, que vence con sus flechas.

 

Teseo

¡Oh carísimo, cuán generoso eres con tu padre!

 

Hipólito

¡Salve, oh padre, salve! ¡Una vez más te saludo!

 

Teseo

¡Ay! ¡Cuán excelente y piadosa es tu alma!

 

Hipólito

Haz votos por obtener hijos legítimos iguales á mí.

 

Teseo

¡No me abandones, hijo! ¡Sé fuerte!

 

Hipólito

¡Ya no tengo fuerzas, me muero, padre! Cubre pronto con un velo mi faz.

 

Teseo

¡Oh ilustre tierra de los atenienses y de Palas, de qué hombre te han privado! [1460] ¡Oh desdichado de mí! ¡Cuánto me acordaré de tus males desde lejos, Cipris!

 

El coro

Contra todo lo previsto, ha sobrevenido este duelo, común á todos los ciudadanos. Será manantial de lágrimas abundan­tes, pues la memoria de los grandes hombres merece lutos eternos.


 
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